La máquina antropológica del humanismo es un dispositivo irónico, que verifica la ausencia en Homo de una naturaleza propia, y le mantiene suspendido entre una naturaleza celestial y una terrena, entre lo animal y lo humano, y, en consecuencia, su ser siempre menos y siempre más que él mismo. Esto es algo que resulta evidente en ese “manifiesto del humanismo” que es la oración de Pico della Mirandola, a la que se sigue llamando impropiamente De hominis dignitate, aunque no contiene – ni, por otra parte, habría podido aplicárselo en modo alguno – el término dignitas, que significa sencillamente “rango”. El paradigma que presenta está lejos de ser edificante. La tesis central de la oración es, en rigor, que el hombre, al haber sido plasmado cuando se habían agotado ya todos los modelos de la creación (iam plenia omnia {scil. archetipa}; omnia summis, mediis infimisque ordinibus fuerant distributa), no puede tener ni arquetipo ni lugar propio (certa sedem) ni rango específico (nec munus ullum peculiare: Pico della Mirandola, 102). Antes bien, dado que su creación se ha producido sin ningún modelo definido (indiscretae opus imaginis), no tiene propiamente ni siquiera una cara (nec propiam faciem; ibid.) y debe modelarla a su arbitrio en forma animal o divina (tui ipsius quasi arbitrarius honorariusque plastes et fictor, in quam malueris tute forman effingas. Potreéis in inferiora quae sunt bruta degenerare; potreéis in superiora quae sunt divina ex tui animi sentencia regenerari, ibid., 102 – 104). En esta definición por medio de la ausencia de rostro, opera la misma maquina irónica que, tres siglos después, moverá a Linneo a clasificar al hombre entre los Anthropomorpha, entre los animales “semejantes al hombre”. En tanto que no tiene esencia ni vocación específica, Homo es constitutivamente no-humano; puede recibir todas las naturalezas y todas las caras (Nascenti homini omnifaria semina et omnigenae vita germina indidit Pater: ibid., 104), lo que permite a Pico subrayar irónicamente sus inconsistencias y su inclasificabilidad, y llegar a definirlo como “nuestro camaleón” (Quis hunc nostrum chamaeleonta non admiretur?: ibid.). El descubrimiento humanístico del hombre es el descubrimiento de ese faltarse a sí mismo, de su irremediable ausencia de dignitas.
A esa labilidad y esa inhumanidad de lo humano corresponde en Linneo la inscripción en la especie Homo sapiens de la enigmática variante Homo ferus, que parece desmentir punto por punto las características del más noble de los primates: es tetrapus (camina a cuatro patas), mutus (privado de lenguaje), birsutus (cubierto de pelo). El repertorio que sigue en la edición de 1758 especifica su identidad precisa: se trata de los enfants sauvages o niños-lobo, de quienes el Sistema recoge cinco apariciones en menos de quince años: el joven de Hannover (1724), los dos pueri pyrenaici (1719), la puella transilana (1717), la puella campanica (1731). En el momento en que las ciencias del hombre empiezan a establecer los contornos de sus facies, los enfants sauvages, que aparecen cada vez con mayor frecuencia en las cercanías de las aldeas europeas, son los mensajeros de la inhumanidad del hombre, los testigos de su frágil identidad y de su ausencia de un rostro propio. Frente a estos seres mudos e inciertos, la pasión con que los hombres del Ancien Régime trataban de reconocerse en ellos y de “humanizarlos” pone de manifiesto hasta qué punto eran conscientes de la precariedad de lo humano. Como escribe lord Monboddo en el prefacio de la versión inglesa de la Historie d`une jeune fille sauvage, trouvée dans le bois à l`age de dix ans, sabían perfectamente que “la razón y la sensibilidad animal, por muy diferentes que podamos imaginarlas, se influyen recíprocamente mediante transiciones hasta tal punto imperceptibles, que es más difícil trazar la línea que las separa que la que distingue al animal del vegetal” (Hecquet, 6). Los rasgos del rostro humano son – y serán aún por algún tiempo – tan indecisos y aleatorios que están siempre deshaciéndose y borrándose como los de un ser momentáneo: “¿Quién puede decir – escribe Diderot en el Rêve de D`alembert – si ese bípedo deforme, que sólo tiene cuatro pies de alto, al que en las cercanías del polo se llama todavía hombre y que no tardaría en perder este nombre si se deformara aún un poco más, no es la imagen de una especie que pasa? (Diderot, 130)
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