viernes, 14 de septiembre de 2007

Continuación...... Giorgio Agamben. "Lo abierto. El hombre y el animal".


7. Taxonomías.

"Cartesius certe non vidit simios"[1].
Carlo Linneo.

Linneo, el fundador de la taxonomía científica moderna, tenía debilidad por los monos. Y es probable que tuviera ocasión de verlos de cerca durante su estancia de estudios en Amsterdam, que era entonces un centro importante para el comercio de ani­males exóticos. Mas tarde, ya de vuelta a Suecia y convertido en protomédico real, reunió en Upsala un pequeño zoo, que incluía monos de diferentes especies, entre los que, según se cuenta, tenia predilección por un macaco hembra de nombre Diana. En cualquier caso, no estaba dispuesto a conceder fácilmente a los teólogos que los monos, como los restantes bruta, se distinguieran sustancialmente de los hombres por estar pri­vados de alma. Una nota al Systema naturae liquida expeditiva­mente la teoría cartesiana que concebía a los animales en paridad con los automata mechanica, con una afirmación que deja ver su enojo: "evidentemente Descartes no vio nunca un mono". Y en un escrito posterior, que lleva por titulo Menniskans Cousiner, primos del hombre, explica hasta qué punto es arduo señalar, desde el punto de vista de las ciencias de la naturaleza, la diferencia entre los monos antropomorfos y el hombre. No se trata, desde luego, de que no advirtiera la clara diferencia que separa al hombre del animal en el plano moral y religioso:

“El hombre es el animal al que el Creador ha encontrado digno de honrar con una mente tan maravillosa y ha querido hacerle su favorito, reservándole una existencia mas noble; Dios llega incluso a enviar a la tierra a su único hijo para salvarle.” (Linneo 1955, 4)

Pero todo esto, concluía,

“pertenece a otro foro; en mi laboratorio debo proceder como el zapatero en su banco y considerar al hombre y su cuerpo como un naturalista, que no consigue encontrar ningún carácter que le distinga de los monos mas que el hecho de que estos últimos tienen un espacio vacío entre los caninos y los otros dientes.” (Ibíd.)

El gesto perentorio con que, en el Systema naturae, inscribe al Hombre en el orden de los Anthropomorpha (que, a partir de la décima edición de 1758, son llamados Primates) junto a Simia, Lemury Vespertilio (el murciélago) no puede, pues, sor­prendernos. Por otra parte, a pesar de las polémicas que su gesto no dejó de suscitar, el problema estaba ya en cierto modo en el aire. Bastante antes John Ray, en 1693, había singulari­zado entre los cuadrúpedos al grupo de los Anthropomorpha, "semejantes al hombre". En general, en el Antiguo Régimen las fronteras de lo humano eran mucho más inciertas y fluc­tuantes de lo que serian en el siglo XIX, a partir del desarrollo de las ciencias humanas. Hasta el siglo XVIII, el lenguaje, que se convertiría después en el signo distintivo por excelencia de lo humano, pasaba por encima de los órdenes y las clases, por­que se sospechaba que hasta los pájaros hablaban. Un testigo tan fiable como John Locke refiere como cosa más o menos cierta la historia del papagayo del príncipe de Nassau, que era capaz de sostener una conversación y de responder a las pre­guntas "como una criatura razonable". Además, la demarcación física entre el hombre y otras especies implicaba unas zonas de indiferencia en las que no era posible asignar identidades cier­tas. Una obra científica seria como la Ichtiologia de Peter Ar­tedi (1738) mencionaba todavía a las sirenas junto a las focas y los leones marinos, y el propio Linneo, en su Pan Europaeus, clasifica a la sirena -a la que el anatomista danés Caspar Bart­holin todavía llamaba Homo marinus- al lado del hombre y el mono. Por otra parte, también el límite entre los monos antro­pomorfos y algunas poblaciones primitivas era todo menos claro. La primera descripción de un orang-utan por el medico Nicolas Tulp en 1641 subraya los aspectos humanos de este Homo sylvestris (tal es el significado de la expresión malaya orang-utan); y seria necesario esperar hasta la disertación de Edward Tyson “Orang-Outang”, sive Homo Sylvestris, or the Ana­tomy of a Pygmie (1699) para que la diferencia física entre el mono y el hombre se estableciera por primera vez sobre las sa­lidas bases de la anatomía comparada. Aunque esta obra sea considerada como una suerte de incunable de la primatolo­gía, la criatura a la que Tyson denomina "pigmeo" (a la que dis­tinguen del hombre desde un punto de vista anatómico cuarenta y ocho caracteres, y treinta y cuatro del mono) representa aún para él un tipo de "animal intermedio" entre el mono y el hom­bre, que se sitúa con respecto a este en una relación simétricamente opuesta al ángel.

“El animal cuya anatomía he proporcionado -escribía Tyson a lord Falconer en su dedicatoria- es el más cercano a la hu­manidad y parece constituir el nexo entre lo animal y lo ra­cional, de la misma forma que Su Señoría y las personas de su rango se aproximan por conocimiento y sabiduría a ese ge­nero de criaturas que están inmediatamente por encima de nosotros.”

Basta con una simple mirada al título completo de la diser­tación para darse cuanta de como las fronteras de lo humano estaban amenazadas entonces no solo por animales verdade­ros, sino también por las criaturas de la mitología: Orang-Ou­tang, sive Homo Sylvestris, or the Anatomy of a Pygmie Compared with that of a Monkey, an Ape and a Man, to which is Added a Philological Essay Concerning the Pygmies, the Cy­nocephali, the Satyrs and Sphinges of the Ancients: Wherein it Will Appear that They are Either Apes or Monkeys, and not Men, as Formerly Pretended.
En verdad, el genio de Linneo no consiste tanto en la reso­lución con que inscribe al hombre entre los primates, como en la ironía con que - estableciendo una diversidad con res­pecto a las demás especies— se abstiene de añadir al nombre genérico Homo cualquier contraseña especifica salvo el viejo adagio filosófico: nosce te ipsum[2]. Y aunque, en la décima edi­ción, la denominación completa pasa a ser Homo sapiens, el nuevo epíteto no representa, con toda evidencia, una descrip­ción, sino que es tan solo una trivialización de aquel adagio que, por lo demás, se mantiene junto al término Homo. Merece la pena reflexionar sobre esta anomalía taxonómica, que ins­cribe como diferencia especifica un imperativo, no un dato.
Un análisis del Introitus que abre el Systema no deja dudas en cuanto al sentido que Linneo atribuía a su lema: el hombre no tiene ninguna identidad especifica, si no es la de poderse re­conocer. Pero definir lo humano no mediante una nota cha­racteristica, sino en virtud del conocimiento de si mismo, significa que es hombre aquel que se reconozca como tal, que el hombre es el animal que debe reconocerse como humano para serlo. En el momento del nacimiento, escribe en efecto Linneo, la naturaleza ha arrojado al hombre "desnudo sobre la desnuda tierra", incapaz de conocer, hablar, caminar, alimentarse, a no ser que todo esto le sea enseñado (Nudus in nuda terra... cui scire nichil sine doctrina non fari, non ingredi, non vesci, non aliud naturae sponte). Solo deviene el mismo si se eleva por encima del hombre (o quam contempta res est homo, nisi supra humana se erexerit: Linneo 1735, 6).
En una carta a un crítico, Johann Georg Gmelin, que le había objetado que en el Systema el hombre parece haber sido crea­do a imagen del mono, Linneo responde alegando las razones de su lema: "Y, sin embargo, el hombre se reconoce a si mismo. Quizá debería suprimir estas palabras. Pero le pido, y pido al mundo entero, que me señale una diferencia genérica entre el mono y el hombre, que este de acuerdo con la historia natu­ral. Yo no conozco ninguna" (Gmelin, 55). Las anotaciones para la respuesta a otro critico, Theodor Klein, ponen de manifiesto hasta qué punto Linneo estaba dispuesto a desarrollar la ironía implícita en la formula Homo sapiens. Los que, como Klein, no se reconocen en la posición que el Systema asigna al hom­bre, deberían aplicarse a si mismos el nosce te ipsum: al no haberse sabido reconocer como hombres, se han incluido ellos mismos entre los monos.
Homo sapiens no es, pues, una sustancia ni una especie cla­ramente definida; es, antes bien, una maquina o un artificio para producir el reconocimiento de lo humano. Según el gusto de la época, la maquina antropogénica (o antropológica, como po­demos llamarla sirviéndonos de una expresión de Furio Jesi) es una maquina óptica (tal es, también, según los estudios mas re­cientes, el artificio descrito en el Leviatán, de cuya introduc­ción quizá extrajo Linneo su lema: nosce te ipsum; read thy self, como Hobbes traduce este saying not of late understood) cons­tituida por una serie de espejos en los que el hombre, al mi­rarse, ve la propia imagen siempre deformada con rasgos de mono. Homo es un animal constitutivamente "antropomorfo" (es decir, "semejante al hombre" según el término que Linneo emplea ininterrumpidamente hasta la décima edición del Systema), que debe, para ser humano, reconocerse en un no-hombre.
En la iconografía medieval, el mono sostiene un espejo, en el que el hombre pecador debe reconocerse como simia dei. En la maquina óptica de Linneo, el que se niega a reconocerse en el simio, en simio se convierte: parafraseando a Pascal, qui fait l`homme fait le singe. Por esto, al final de la introducción al Systema, Linneo, que ha definido Homo como el animal que es solo si se reconoce no ser, tiene que soportar que unos mo­nazos vestidos de críticos se le echen encima y se burlen de él: ideoque ringentium satyricorum cachinnos, meisque humeris insilientium cercopithecorum exsultationes sustinui.

[1] “Evidentemente Descartes no vio nunca un mono”. (Nota al pie agregada por Rodrigo Díaz)
[2] En Ingles su traducción puede ser: “Know thyself”, lo cual en español se pude traducir: “Conócete a ti mismo”. Siendo “thyself” una palabra antigua para la significación “yourself”. En el caso de este capitulo, a mi parecer, la traducción mas apropiada sería: “Reconócete”. En griego este adagio se escribe asi: γνώθι σαυτόν. (Nota agregada por Rodrigo Díaz)

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