5. Fisiología de los Bienaventurados.
¿Qué es este Paraíso, sino la taberna de una incesante
comilona y el prostíbulo de torpezas permanentes?
Guillermo de París.
La lectura de los tratados medievales sobre la integridad y las propiedades de los cuerpos resucitados es, desde este punto de vista, particularmente instructiva. El problema que los Padres tenían que afrontar era sobre todo el de la identidad entre el cuerpo resucitado y el cuerpo que a los hombres les había tocado en suerte durante su vida. Tal identidad parecía implicar en rigor que toda la materia que había pertenecido al cuerpo del muerto habría de resucitar y recuperar su lugar en propio en el organismo bienaventurado. Pero es precisamente aquí donde empezaban las dificultades. Si, por ejemplo, a un ladrón – más tarde arrepentido y redimido – se le había amputado una mano ¿debía ésta volver a unirse al cuerpo en el momento de la resurrección? Y la costilla de Adán – se pregunta Tomás de Aquino – a partir de la cual se formó el cuerpo de Eva, ¿resucitará en ésta o en Adán? Por otra parte, de acuerdo con la ciencia medieval, los alimentos se transforman en carne viviente por medio de la digestión. En el caso de un antropófago, que se ha alimentado de otros cuerpos humanos, eso supondría que, en la resurrección, una misma materia se reintegraría en varios individuos. ¿Y qué decir de los cabellos y de la uñas? ¿Y del esperma, del sudor, de la leche, de la orina y de las otras secreciones? Si los intestinos resucitan – argumenta un teólogo – tendrán que hacerlo llenos o vacíos. Si están llenos, significa que hasta las inmundicias resucitarán; si están vacíos, tendremos entonces un órgano que ya no tendrá natural alguna.
El problema de la identidad y de la integridad del cuerpo resucitado se convierte así muy pronto en el de la fisiología de la vida bienaventurada. ¿En qué forma habrán de ser concebidas las funciones vitales del cuerpo paradisíaco? Para orientarse en un terreno tan accidentado, los Padres tenían a su disposición un paradigma útil: el cuerpo edénico de Adán y Eva antes de la caída. “Lo que Dios planta en las delicias de la eterna y bienaventurada felicidad – escribe Scoto Erigena – es la misma naturaleza humana creada a la imagen de Dios” (Scoto, 822). En esta perspectiva, la fisiología del cuerpo bienaventurado podía presentarse como una restauración del cuerpo edénico, arquetipo de la incorrupta naturaleza humana. Pero esto implicaba algunas consecuencias que los Padres no se atrevían a aceptar en su integridad. Desde luego, como había explicado Agustín, la sexualidad de Adán antes de la caída no se parecía a la nuestra, visto que sus partes sexuales podían moverse a voluntad no de otro modo que las manos y los pies, de forma que la unión sexual podía producirse sin necesidad de ningún estímulo de la concupiscencia. Y el alimento de Adán era infinitamente más noble que el nuestro, porque consistía exclusivamente en los frutos de los árboles del paraíso. Pero, aun así, ¿cómo concebir el uso de los órganos sexuales, e incluso de los alimentos, por los bienaventurados?
En efecto, si se admitía que los resucitados hacían uso de la sexualidad para reproducirse y de la comida para alimentarse, ello implicaba que el número de hombres se incrementaría infinitamente, como infinita sería la mudanza de su forma corporal, y que existirían innumerables bienaventurados que no habrían vivido antes de la resurrección y cuya humanidad sería pues, imposible definir. Las dos funciones principales de la vida animal – la nutrición y la generación – están ordenadas a la conservación del individuo y de la especia; pero, después de la resurrección, el género humano alcanzaría un número preestablecido y, en ausencia de la muerte, las dos funciones serían completamente inútiles. Además, si los resucitados siguieran comiendo y reproduciéndose, el Paraíso no sería suficientemente grande no ya para dar cabida a todos, sino incluso para recoger excrementos, lo que justifica la irónica invectiva de Guillermo de París: maledicta Paradisus in qua tantum cacatur!
Pero había una doctrina aún más insidiosa, que sostenía que los resucitados se servirían del sexo y de la comida no para la conservación del individuo y de la especie, sino – desde el momento en que la bienaventuranza consiste en la perfecta operación de la naturaleza humana – a fin de que en el Paraíso todo en el hombre fuera bienaventurado, tanto en el orden de las potencias corporales como en el de las espirituales. Contra tales herejes – que asimila a los mahometanos y a los judíos – Tomás de Aquino, en las cuestiones De resurrectione añadidas a la Summa theologica, recalca con toda firmeza la exclusión del Paraíso del usus veneorum et ciborum. La resurrección – enseña – se ordena no a la perfección de la vida natural del hombre, sino sólo a esa perfección última que es la vida contemplativa.
Así pues, las operaciones naturales que se ordenan a producir o conservar la primera perfección de la naturaleza humana, no existirán en la resurrección... Y como el comer, beber, dormir y engendrar pertenecen a la vida animal, pues están ordenados a la primera perfección natural, no se darán en la resurrección. (Tomás de Aquino 1955, 51-52)
El mismo autor que poco antes había afirmado que el pecado del hombre no había cambiado en nada la naturaleza y la condición de los animales, proclama ahora sin reservas que la vida animal está excluida del Paraíso, que la vida bienaventurada no es en ningún caso una vida animal. En consecuencia, tampoco las plantas y los animales tendrán cabida en el Paraíso, “se corromperán según el todo y según la parte” (ibid). En el cuerpo de los resucitados, las funciones animales permanecerán “ociosas y vacías” exactamente como, según la teología medieval, después de la expulsión de Adán y Eva, el Edén queda vacío de cualquier vida humana. No toda la carne será salvada, y en la fisiología de los bienaventurados, la oikonomía divina de la salvación deja un resto irredimible.
¿Qué es este Paraíso, sino la taberna de una incesante
comilona y el prostíbulo de torpezas permanentes?
Guillermo de París.
La lectura de los tratados medievales sobre la integridad y las propiedades de los cuerpos resucitados es, desde este punto de vista, particularmente instructiva. El problema que los Padres tenían que afrontar era sobre todo el de la identidad entre el cuerpo resucitado y el cuerpo que a los hombres les había tocado en suerte durante su vida. Tal identidad parecía implicar en rigor que toda la materia que había pertenecido al cuerpo del muerto habría de resucitar y recuperar su lugar en propio en el organismo bienaventurado. Pero es precisamente aquí donde empezaban las dificultades. Si, por ejemplo, a un ladrón – más tarde arrepentido y redimido – se le había amputado una mano ¿debía ésta volver a unirse al cuerpo en el momento de la resurrección? Y la costilla de Adán – se pregunta Tomás de Aquino – a partir de la cual se formó el cuerpo de Eva, ¿resucitará en ésta o en Adán? Por otra parte, de acuerdo con la ciencia medieval, los alimentos se transforman en carne viviente por medio de la digestión. En el caso de un antropófago, que se ha alimentado de otros cuerpos humanos, eso supondría que, en la resurrección, una misma materia se reintegraría en varios individuos. ¿Y qué decir de los cabellos y de la uñas? ¿Y del esperma, del sudor, de la leche, de la orina y de las otras secreciones? Si los intestinos resucitan – argumenta un teólogo – tendrán que hacerlo llenos o vacíos. Si están llenos, significa que hasta las inmundicias resucitarán; si están vacíos, tendremos entonces un órgano que ya no tendrá natural alguna.
El problema de la identidad y de la integridad del cuerpo resucitado se convierte así muy pronto en el de la fisiología de la vida bienaventurada. ¿En qué forma habrán de ser concebidas las funciones vitales del cuerpo paradisíaco? Para orientarse en un terreno tan accidentado, los Padres tenían a su disposición un paradigma útil: el cuerpo edénico de Adán y Eva antes de la caída. “Lo que Dios planta en las delicias de la eterna y bienaventurada felicidad – escribe Scoto Erigena – es la misma naturaleza humana creada a la imagen de Dios” (Scoto, 822). En esta perspectiva, la fisiología del cuerpo bienaventurado podía presentarse como una restauración del cuerpo edénico, arquetipo de la incorrupta naturaleza humana. Pero esto implicaba algunas consecuencias que los Padres no se atrevían a aceptar en su integridad. Desde luego, como había explicado Agustín, la sexualidad de Adán antes de la caída no se parecía a la nuestra, visto que sus partes sexuales podían moverse a voluntad no de otro modo que las manos y los pies, de forma que la unión sexual podía producirse sin necesidad de ningún estímulo de la concupiscencia. Y el alimento de Adán era infinitamente más noble que el nuestro, porque consistía exclusivamente en los frutos de los árboles del paraíso. Pero, aun así, ¿cómo concebir el uso de los órganos sexuales, e incluso de los alimentos, por los bienaventurados?
En efecto, si se admitía que los resucitados hacían uso de la sexualidad para reproducirse y de la comida para alimentarse, ello implicaba que el número de hombres se incrementaría infinitamente, como infinita sería la mudanza de su forma corporal, y que existirían innumerables bienaventurados que no habrían vivido antes de la resurrección y cuya humanidad sería pues, imposible definir. Las dos funciones principales de la vida animal – la nutrición y la generación – están ordenadas a la conservación del individuo y de la especia; pero, después de la resurrección, el género humano alcanzaría un número preestablecido y, en ausencia de la muerte, las dos funciones serían completamente inútiles. Además, si los resucitados siguieran comiendo y reproduciéndose, el Paraíso no sería suficientemente grande no ya para dar cabida a todos, sino incluso para recoger excrementos, lo que justifica la irónica invectiva de Guillermo de París: maledicta Paradisus in qua tantum cacatur!
Pero había una doctrina aún más insidiosa, que sostenía que los resucitados se servirían del sexo y de la comida no para la conservación del individuo y de la especie, sino – desde el momento en que la bienaventuranza consiste en la perfecta operación de la naturaleza humana – a fin de que en el Paraíso todo en el hombre fuera bienaventurado, tanto en el orden de las potencias corporales como en el de las espirituales. Contra tales herejes – que asimila a los mahometanos y a los judíos – Tomás de Aquino, en las cuestiones De resurrectione añadidas a la Summa theologica, recalca con toda firmeza la exclusión del Paraíso del usus veneorum et ciborum. La resurrección – enseña – se ordena no a la perfección de la vida natural del hombre, sino sólo a esa perfección última que es la vida contemplativa.
Así pues, las operaciones naturales que se ordenan a producir o conservar la primera perfección de la naturaleza humana, no existirán en la resurrección... Y como el comer, beber, dormir y engendrar pertenecen a la vida animal, pues están ordenados a la primera perfección natural, no se darán en la resurrección. (Tomás de Aquino 1955, 51-52)
El mismo autor que poco antes había afirmado que el pecado del hombre no había cambiado en nada la naturaleza y la condición de los animales, proclama ahora sin reservas que la vida animal está excluida del Paraíso, que la vida bienaventurada no es en ningún caso una vida animal. En consecuencia, tampoco las plantas y los animales tendrán cabida en el Paraíso, “se corromperán según el todo y según la parte” (ibid). En el cuerpo de los resucitados, las funciones animales permanecerán “ociosas y vacías” exactamente como, según la teología medieval, después de la expulsión de Adán y Eva, el Edén queda vacío de cualquier vida humana. No toda la carne será salvada, y en la fisiología de los bienaventurados, la oikonomía divina de la salvación deja un resto irredimible.